Beatus Ille
de
Miguel A. Piedra
Sentado sobre un peñasco el pastor miraba distraídamente el rebaño mientras que liaba con parsimonia un pitillo de picadura y lo encendía con el mechero de yesca. A pocos metros de su rústica atalaya los dos perros que cuidaban de las ovejas se dedicaban a corretear detrás de ellas ladrando como posesos a la vez que les mordían con saña las finas patas; más que nada los chuchos acogotaban a las pobres borregas para distraerse y matar el tiempo aunque la verdadera y pérfida intención que tenían ambos canes era dar por saco a sus protegidas, demostrándoles con esa agresiva actitud quiénes eran allí los jefes con pleno derecho a pegar bocados a diestro y siniestro cuando les saliese del mismísimo rabo.
El pastor estaba contento con el trabajo que hacían los mastines y los premiaba con huesos de conejos que cazaba con la honda y que comía asados al sarmiento.
Las ovejas odiaban a sus guardianes caninos y si hubiesen tenido agallas habrían hecho un plante en mitad del campo exigiendo un trato más humano y menos animal. También es cierto que si hubiesen tenido agallas serían peces y no ovejas.
Los perros eran felices comiendo huesos de conejos y dejándose acariciar en el lomo por su amo. No eran para nada reivindicativos sino más bien acomodaticios, mansos y serviles con el dueño que les daba de comer. De pertenecer al género humano ambos mastines habrían llegado muy lejos profesionalmente en cualquier empresa.
De los conejos no se puede decir nada ya que una vez asados, ya sea al sarmiento o no, carecen de opinión o sentimientos.
Tras la bucólica escena anterior se escondía una vida muy dura tanto para animales como para hombre. La jornada había comenzado al amanecer, con las primeras claras de la mañana. Tras echarse al coleto de un solo trago dos copazos de coñac mezclado con cazalla de cincuenta grados y engullir un puñado de algarrobas secas, el agente móvil de la cabaña ovina, vulgo pastor, se encontraba ya exultante, plenamente dispuesto para enfrentarse una vez más a las adversas inclemencias meteorológicas tan frecuentes en el desierto agro, vulgo frío del carajo que hace por esos campos de Dios, y a la caminata de siete kilómetros que lo aguardaba en compañía de unos pacíficos seres irracionales pertenecientes a la acreditada raza ovina autóctona soriana, vulgo ovejas ojaladas.
Las horas pasaban monótonamente. Mientras, el ganado defecaba copiosamente y consecuentemente los prados se llenaban de cagarrutas, era natural y hasta cierto punto muy saludable. Un corderillo se descarrió perdiéndose entre unas peñas y enseguida fue sabiamente reconducido al calor de sus hermanos por el vigilante perruno empleando para ello cavernosos gruñidos y feroces dentelladas.
Así transcurría un día cualquiera para el pastor, los borregos y sus ayudantes de cuatro patas más espolón.
Pero el más listo de todos, aunque por su aspecto físico no lo pareciera, sino más bien todo lo contrario, era el ser que llevaba zahones de piel de vaca que le cubrían el vientre y las piernas, polainas y pellejos de piel de oveja enrollados hasta las rodillas, peales de lana y albarcas de madera en los pies, en el cuello tapabocas y gorra de pana, manta de lana a cuadros en la espalda, zurrón en el hombro y cayado de madera de roble para apoyarse, no caerse ni pegarse la costalada.
Y la flauta, el pastor tenía una flauta de tres agujeros con la que tocaba cada vez que se sentía triste en mitad de la soledad del campo. Entonces sus perros se contagiaban de la melancolía y aullaban como solo los mastines saben hacer. Las ovejas no se quedaban atrás y balaban todas a coro, desafinado, muy desafinado, es cierto, pero a coro.
Pero a pesar de esto no era tonto el pastor, no, ni mucho menos ¡Qué va! Como el administrador del dueño del rebaño —un señorito muy rico que ni sabía que tenía un rebaño con pastor incluido— no le pagaba dinero por su trabajo sino que le retribuía en especie (un lote de comida semanal consistente en siete hogazas de pan, una arroba de patatas, dos litros de aceite, medio kilo de sal, una docena de arenques, un bacalao seco y cuatro kilos de pimentón de la Vera), el arreador de ovejas se ganaba un dinerillo extra recogiendo plantas silvestres medicinales con las que preparar remedios caseros.
En eso era un experto, y de haber estudiado en la Facultad de Medicina el MIR lo habría sacado a la primera.
Buscaba cardillos que sirven para cortar las diarreas y dejar las tripas secas y estreñidas durante semanas o meses a los que tienen el valor de probarlos; también arrancaba manojos de ortigas secas que alivian las almorranas de quien las padece, pero antes de aplicarlas en salva sea la parte había que hervirlas y colarlas porque de lo contrario el restriegue de los pinchos resultaba un tormento muy doloroso para zona tan sensible, como le pasó a él mismo la primera vez que se aplicó el remedio sin tomar las debidas precauciones. Una vez que consiguió quitarse del trasero cada una de las afiladas púas urticantes desapareció de inmediato el escozor invadiéndole solo entonces una sensación entre placentera y gloriosa.
También el pastor obtenía sus buenas rentas gracias a las cagarrutas de las ovejas. La madre naturaleza es sabia y hace de la necesidad virtud. Esto no lo sabía el operario agreste pero es así. Efectivamente, los agricultores de la zona le pagaban sus buenos duros para que el rebaño durmiese en sus tierras. Durmiesen no, defecasen está mejor dicho. Los excrementos de los corderos son el mejor abono natural que existe y el material orgánico de deshecho que producen durante toda una noche tres centenares de animales, venga que te venga, se cotiza al alza. No como el oro y los metales preciosos en los mercados de futuros, pero sí como cualquier chicharro en la Bolsa de valores. El diferencial de la deuda española a tres meses con el bono alemán tiene peor ratio que las cagadas de los borregos en mitad del campo.
Esto tampoco lo sabía el pastor pero es un hecho público y notorio que conoce cualquier mangurrino de cuello blanco.
También las ovejas ojaladas sorianas aportaban a su cuidador buenas raciones de orejas y rabos, dicho con todos los respetos y en el mejor de los sentidos en referencia a la extremidad de la columna vertebral o apéndice corporal posterior del cuerpo que tienen las ovejas de color blanco. Ese era otro aprovechamiento del ganado denominado como ovino. No confundir con el ganado bovino, caprino, porcino, equino y resto de ganados estabulados si es que existen y para que nadie se dé por aludido.
El mencionado aprovechamiento se concretaba un día señalado del año, normalmente el de San Saturio, patrón de Soria, en el cual se les cortaba el rabo a las corderas y al mejor cordero del rebaño, que quedaría como semental. Entonces había un gran banquete, gratis total, en el que participaba el pastor y su familia si es que la tenía, el administrador del señorito, los amigos del administrador del señorito y los mastines. Estos últimos eran invitados sin derecho a comida, pues es palmario que a los cánidos no les gustan las orejas ni los rabos de las ovejas. Las patas sí, sí les gustan las patas siempre que sea para mordisquearlas.
Los rabos se guisaban con tomate y arroz pero antes había que pelarlos y lavarlos y los trocitos de oreja se freían en una sartén y se espolvoreaban con espliego y tomillo para que no oliesen demasiado. No es que fuesen unos platos para paladares exquisitos pero tampoco estaban tan mal a poco que los comensales tuviesen hambre, que siempre la tenían, y no hubiese nada más para comer.
Si se tiene buena dentadura el rabo de oveja puede masticarse hasta tragarlo como si de un supositorio gigante se tratase. El sabor es difícil de explicar o yo no sé hacerlo.
Respecto a las orejas, una vez quitados los pelos de fuera y limpiado el cerumen de dentro, resulta un bocado apetitoso a poco que se cierren los ojos y no se vea qué es lo que se está degustando.
A principio de cada verano tocaba el esquileo del rebaño. A los borregos les cortaban las lanas una cuadrilla de esquiladores y se quedaban ridículamente pelados pero al menos no pasaban calor. Se trataba de un trabajo laborioso que exigía ciertas dotes de estilista aunque al final era el mismo corte para cada animal. El pastor ataba las patas de las ovejas y los esquiladores se ocupaban del resto utilizando para ello cuchillas varias, tijeras, navajas y maquinillas de peluquero.
Mientras, el coordinador de animales ovinos se ocupaba de preparar una gigantesca olla con migas de pastor, un cocido de garbanzos, morcilla, habichuelas, cardos, una caldereta de cordero con todos sus avíos y una oveja machorra de las más gordas del rebaño asada a fuego lento con guarnición de patatas panaderas. De postre los hombres de la cuadrilla no eran muy exigentes aunque sí muy sibaritas y se conformaban con cualquier cosa, dulce y con hojaldre a ser posible.
O se les daba de comer hasta que no podían más y se les invitaba a dos pellejos de vino de cinco quintales cada uno o los esquiladores no esquilaban. Cuando habían rebañado todos los pucheros, roído los huesos y devorado cuanto hubiese a su alrededor, además de beberse más de cien litros de áspero tintorro, los cortadores de lana se echaban una siesta que duraba varias horas. Si por cualquier motivo se los despertaba perturbando su descanso se enfadaban terriblemente y amenazaban con irse sin cumplir su cometido. Pues menudos eran.
Después se ponían a esquilar y esquilaban oveja a oveja. A veces esquilaban hasta al mismo pastor e incluso a los perros del rebaño si no ladraban a tiempo avisando de su cánida condición. Luego el administrador del señorito dueño del rebaño les pagaba lo acordado y se iban con la música a otra parte a seguir pelando ovejas por esas tierras de Dios.
Con la lana se hacían vellones que se encargaba de venderlos el administrador del señorito dueño del rebaño, quedándose al mismo tiempo parte de las ganancias según decían la voz popular, aunque esto último eran habladurías porque jamás se demostró nada.
Pues entre el raboneo, el esquileo, el pastoreo y el sesteo pasaban la vida en pastizales y montes, prados y quebradas, majadas y apriscos, el pastor y las ovejas. Y los perros del rebaño también.
Y así pasaron diez años… (o los que sea para que las fechas encajen)
Los dos mastines del rebaño se habían hecho viejos y ya no correteaban detrás de las ovejas ladrando como posesos ni les pegaban bocados en las patas para dar por saco. Como mucho, cuando se veían acosados por sus teóricas protegidas conseguían a duras penas ponerse a salvo de la ira de los borregos más pendencieros refugiándose entre las piernas del pastor.
Hasta los más tiernos corderillos lechales de cinco kilos en canal y veinte días de vida les vacilaban balando provocadoramente en sus mismos hocicos y lo hacían con el mayor de los descaros, sin respetar la decrepitud de los perros ni guardar el debido respeto a su provecta senectud. El rebaño entero les tenía cogida la medida y eran el hazmerreír de todos.
El pastor quería a los canes ya que llevaba toda la vida con ellos en el campo. El más joven de los animales debía de tener unos trece años aunque su edad convertida a la de los humanos fuese la de un ruinoso anciano. El otro chucho pasaba de las dieciséis primaveras y su equivalente en años serían los que tendría la persona más vieja del mundo.
A los dos daba lástima verlos. Estaban ciegos, sin dientes ni colmillos, sin uñas ni espolones. El olfato hacía tiempo que lo habían perdido, y para comer tan solo tomaban sopas de leche siempre que alguien se las metiera en la boca porque ellos no atinaban a lamer el plato. Bebían agua cuando tropezaban y caían a un arroyo, cosa harto frecuente por otra parte, razón por la que siempre estaban resfriados y estornudaban cada dos por tres. Se pasaban todo el día dormitando y por la noche temblaban de frío y tenían pesadillas. Aun así el cuidador del rebaño no consentía deshacerse de los animalitos.
En aquellos montes por donde apacentaba el ganado había manadas de perros cimarrones —le habían advertido los vecinos de la zona— y el día menos pensado se presentan donde tú estás para comerse al rebaño y a ti de postre.
—¡Quiá! Si alguna alimaña se atreve a acercarse se asustará nada más ver y oler a mis perros, porque hieden que da gusto. Bueno gusto no, asco. Los dos sirven para cuidar a las ovejas. Tienen experiencia y en la vida eso es un grado. Más sabe el diablo por viejo que por diablo —respondía defendiendo a los chuchos su amo—, y estos son además de viejos, diablos.
Sin embargo el agente de movilidad ovina estaba muy equivocado y un día sucedió lo inevitable.
Las manadas de canes asilvestrados que vagaban por los montes a las que se referían los vecinos de la zona no eran perros cimarrones sino jaurías de feroces lobos hambrientos capaces de comerse a dentelladas a un rebaño entero de ovejas, a los pastores y a la madre que los parió si en el momento del ataque estaba por allí de visita.
¡Sí, sí, perros asilvestrados! De un tiempo a esta parte el lobo ibérico había hecho acto de presencia en aquellas tierras y de nada servían las batidas que organizaban tanto el Círculo de Labradores como la Asociación de Cazadores y Tramperos para acabar con esas bestias inmundas.
Las autoridades regionales ya avisaban que la renovada presencia del canis lupus signatus suponía una regresión del pastoreo extensivo, el retroceso de la razas rústicas autóctonas, en especial la oveja ojalada, la degradación paisajística, debido a las heces que dejaban a su paso las manadas de estos fieros cánidos, y la simplificación ecológica, esto último no se sabía por qué lo avisaban pero sus motivos habría.
El pastor no era consciente de ello pero gracias al ejercicio de su profesión estaba llevando a cabo un pastoreo extensivo sumamente respetuoso con el medio ambiente y con la naturaleza. Mantenían intacta la biodiversidad, conservaban el paisaje, gestionaban racionalmente el territorio y suministraban productos sanos y de calidad a la sociedad. Esto lo decían los numerosos profesores universitarios y sus equipos de colaboradores que visitaban con frecuencia la zona para hacer ampulosos estudios pseudo-ecológicos, bajo el jugoso patrocinio de una subvención gubernamental.
Una gélida noche de invierno en la que el pastor decidió quedarse a pernoctar en un solitario aprisco sucedió la desgracia. Había cenado al calor de una candela y tapado hasta la cabeza con varias mantas se arrimaba cuanto podía al fuego tratando de que no se le congelasen las orejas. Poco a poco se fue quedando dormido. Los dos mastines estaban tumbados junto a él y les tiritaba todo el cuerpo, pero no lo hacían por frío sino a causa del miedo que tenían. Algo intuían porque lo que es oler, ver u oír, nada de nada.
De repente un aullido rompió el silencio de la noche. Luego otro, luego otro más. Parecía que todos los lobos del mundo se habían dado cita en aquella majada. El pastor se despertó de un sobresalto, agarró con fuerza el cayado y salió dispuesto a espantar a las terribles alimañas carroñeras.
En toda su vida jamás había sufrido la amenaza del lobo y pensaba que se podría bastar él solo para hacerles frente. Craso error.
—Voy a sujetar a los perros, no vaya a ser que les dé por buscar pelea y tengamos una desgracia ¡Pues menudos son cuando se ponen! Los voy a atar con las cadenas pero con cuidado que tienen el cuello muy delicado y se ponen a llorar en seguida —exclamó, y esas fueron sus últimas palabras. Bueno, en realidad unos segundos más tarde dijo algo así como «¡Joder, que bocado me han pegado!», pero eso vendrá ahora, a continuación.
Nada más salir de la choza los lobos se echaron encima del pobre pastor y se lo comieron en un abrir y cerrar de ojos. Lo único que quedó de una pieza fue el mechero de yesca y la flauta de tres agujeros. Lo demás desapareció en la oscura y fría noche. También desaparecieron más de veinte ovejas y tres más que aprovecharon la confusión del ataque nocturno parar escaparse de la tiranía del rebaño y buscar la libertad en otros campos.
El más viejo de los mastines murió de un infarto y el otro aún aguantó unos días hasta que estiró la pata debido a la permanente diarrea que padecía desde la fatídica noche. La noticia fue muy comentada en la comarca y se volcó con la familia del pastor (por lo que se deduce que sí tenía familia, despejando la incertidumbre planteada anteriormente) aunque el interés era conocer los detalles morbosos del ataque lobuno.
—Son bestias satánicas al servicio del mal —sentenciaban los más viejos del lugar—. Los ojos les brillan en la oscuridad como a su amo Lucifer y tienen el aliento fétido con hedor a azufre. ¿Lobos? Fieras corrupias venidas del infierno, eso es lo que son.
—No exageréis —terciaba el cura párroco persignándose contritamente—, son criaturas de Dios con un poco de hambre nada más. Si fuese porque les hiede la boca muchos del pueblo también serían discípulos de Satanás ¡Pues anda que no tengo que ventilar el confesionario cuando termina de contar sus pecados uno que yo me sé!
Como fuere y para terminar el relato, el caso es que el pastor murió devorado por los lobos. Los lobos fueron cazados y apaleados por una turba de campesinos indignados y no se salvó ni el macho alfa de la manada. La misma turba de campesinos indignados también cazó y apaleó a un grupo de ecologistas que protestaba por la caza y apaleamiento de los lobos. Finalmente, las ovejas siguieron defecando copiosamente abonando las tierras por donde pasaban en detrimento del producto químico «Nitrato de Chile» cuyas ventas cayeron en picado, tuvo que cerrar fábricas, y mandó al paro a miles de trabajadores. Entre ellos yo, por eso me sé esta historia.